Era pasado el mediodía del 24 de julio de 1911 cuando Hiram Bingham, profesor de historia latinoamericana de la Universidad de Yale, fue guiado por un muchacho indígena para contemplar por primera vez la imponente ciudadela de Machu Picchu. El conjunto de ruinas incaicas, semiocultas por el follaje de una escarpada montaña en el cañón del Urubamba, causó profunda impresión en el explorador estadounidense. De inmediato hizo una descripción del lugar en su libreta de apuntes (“casas, calles, gradas de piedra finamente cortada”), bosquejó un plano de sus edificios y tomó varias fotografías.
Fue así como empezó a rodar la atracción casi mágica de Machu Picchu. Su afortunado explorador, Bingham, postuló con tenacidad –aunque sin verdadero fundamento científico– que aquella construcción debía identificarse con el Tampu Tocco o legendaria huaca de origen de los incas, y también señaló que después de la conquista española debió de servir como refugio a los descendientes de la estirpe imperial quechua. Muy orgulloso de su hallazgo, el profesor de Yale solía defender su carácter de “descubridor” de las ruinas con el argumento de haber sido el primero en dar a conocer las bondades de Machu Picchu ante la comunidad intelectual del Perú y del mundo.
Para conocer la personalidad y la obra peruanista de este distinguido explorador, relativamente poco estudiado hasta la fecha, contamos con un provechoso instrumento de trabajo. Portrait of an explorer: Hiram Bingham, discoverer of Machu Picchu (Ames, Iowa State University Press, 1989) es el título del libro que ha publicado uno de los siete hijos del propio personaje. Alfred M. Bingham, abogado y autor de varias publicaciones relacionadas con temas de política y sociedad, ha tenido la virtud de componer una biografía sólidamente documentada, sin que su relación filial le impida enjuiciar con severidad algunas actitudes o equivocaciones de su ilustre progenitor. Tanto la recopilación de datos como la numerosa serie de ilustraciones de dicha obra se hallan fundadas en la biblioteca de la Universidad de Yale, en Connecticut, institución que no sólo guarda los papeles de las misiones arqueológicas de Bingham al Perú, sino también gran cantidad de restos de la civilización incaica –huesos, ceramios, artefactos– extraídos de la zona del Cuzco.
Hiram Bingham III, hijo y nieto de misioneros protestantes que realizaron labor evangelizadora en las islas del Pacífico, nació en 1875. Luego de completar su formación escolar en Hawai, tuvo la suerte de ser enviado a cursar estudios superiores en la tradicional y culta región de Nueva Inglaterra. De este modo fue que obtuvo el grado de bachiller en Yale (1898), contrajo matrimonio con la hija de una rica familia yankee y terminó la carrera universitaria en Harvard, donde entró en contacto con textos e investigaciones de historia latinoamericana y recibió el doctorado en 1905.
Su extraordinario espíritu aventurero lo impulsó a emprender, casi enseguida, sus primeros recorridos por la América meridional. Repitiendo el camino triunfal de Bolívar en la guerra de la independencia, cruzó a lomo de mula los Andes de Venezuela y Colombia, y después viajó al sur para intervenir en un congreso académico en Santiago de Chile (1908). Este viaje le dio oportunidad de atravesar la serranía del Perú y de inspeccionar, especialmente, las entonces afamadas ruinas de Choquequirao (Apurímac), que supuestamente correspondían a la última residencia de los soberanos del Tahuantinsuyo. El profesor Bingham quedó apenas impresionado con el montón de antiguas viviendas que allí estaban a la vista, pero esa inspección valió para orientar definitivamente su atención hacia la era precolombina de nuestro país y hacia el presunto tesoro de los incas.
El libro que comentamos detalla cómo, gracias al auspicio de la Universidad de Yale, Hiram Bingham pudo organizar su primera expedición peruana en 1911. Contaba con un presupuesto de cerca de 12 mil dólares y con un equipo de seis hombres de variada procedencia científica. Los objetivos que se fijó esta expedición fueron los siguientes: búsqueda de ruinas incaicas en el valle del Urubamba, ascenso al nevado Coropuna, exploración del lago Parinacochas e investigación geográfica a lo largo del meridiano 73°, desde la cuenca del Urubamba hasta las orillas del Pacífico, con miras a trazar un perfil ecológico de los Andes. La labor que llevó a cabo el equipo norteamericano fue tan eficiente, que todos los objetivos pudieron cumplirse en menos de medio año.
En la etapa inicial de su exitosa empresa, el director de la expedición visitó en Lima al presidente Leguía (que le facilitó toda suerte de credenciales) y tomó contacto con el erudito historiador Carlos A. Romero, quien lo puso en la pista segura respecto a la ubicación del refugio de los últimos incas. Guiado por éstas y otras informaciones que recogió en el camino, Bingham pudo hallar con relativa facilidad la ciudadela de Machu Picchu en julio de 1911. Y durante el mes siguiente, además, logró hacer otros dos descubrimientos arqueológicos de primordial importancia, al internarse por la vertiente oriental de la cordillera. Dio con los restos del pueblo de Vitcos, reducto principal de la corte incaica luego de la conquista de Pizarro, y en el sitio de Espíritu Pampa encontró un complejo de habitaciones de piedra, que identificó acertadamente como Vilcabamba la Vieja o guarida postrera del inca Tupac Amaru (hijo de Manco Inca, decapitado por Toledo en 1572).
Entusiasmado con el suceso de tales exploraciones, el historiador marchó de regreso a su patria a fin de conseguir el dinero necesario para continuar la investigación de los monumentos incaicos. Con el apoyo económico de su universidad y de la National Geographic Society, organizó dos expediciones complementarias a la región cuzqueña en 1912 y 1915. Pese a la intervención de las autoridades locales, deseosas de controlar la exhumación de los tesoros indígenas, el equipo de Bingham desarrolló una completa excavación de las ruinas de Machu Picchu; con destino a Yale salieron más de 150 cajas con momias, huesos, piezas de cerámica, utensilios de bronce y piedras de la época precolombina. Para detener finalmente el saqueo de la ciudadela, resultó decisiva la campaña de prensa que promovió Luis E. Valcárcel desde las columnas de El Sol del Cuzco, denunciando la “criminal excavación” de los expedicionarios norteamericanos.
La ambición y el afán de aventuras de Hiram Bingham hallaron luego nuevas salidas en el pilotaje de aviones y en la carrera política. El explorador, miembro del partido Republicano, combatió en la fuerza aérea durante la primera guerra mundial, fue elegido gobernador del estado de Connecticut y llegó a ocupar un asiento en el senado de Washington desde 1925 hasta 1933. Pero nunca dejó de cultivar su gusto por las letras; entre los varios libros suyos, cabe mencionar B los que dedicó a su expedición por la ruta de Bolívar (1909), a su viaje a través de América del Sur (1911), a la doctrina Monroe (1913), a sus servicios en la aviación militar (1920), al país de los incas (1922), a la ciudadela de Machu Picchu (1930) y a la vida de Elihu Yale (1939).
Todavía en su senectud el personaje volvió a las célebres ruinas del cañón del Urubamba para inaugurar, en 1948, la carretera “Hiram Bingham”, que permite a los modernos visitantes subir en automóvil hasta lo alto de la montaña. Ocho años más tarde, en Washington, se extinguía la vida de este notable aventurero. Un verdadero hombre de acción y de letras a quien siempre se recordará –como lo cita su hijo Alfred M. Bingham– por sus ansias de satisfacer el “deseo de magnificencia”.