Miguel Iglesias Pino, presidente de la República entre 1883 y 1886. Hijo de Lorenzo Iglesias Espinach y de Rosa Pino, Miguel Iglesias nació el 11 de junio de 1830 y murió el 7 de noviembre de 1909. Inicio estudios de Derecho, pero por razones familiares debió asumir el manejo del fundo “Udima” en su tierra natal, interrumpiendo su formación superior. Durante la crisis política que desató la firma del tratado Vivanco-Pareja, ejerció la prefectura de Cajamarca y se sumó a la reacción nacional (1865-1868); con su propio dinero organizó un batallón y lo envió a Lima para contribuir a la defensa del Callao frente a la escuadra española. Culminado el conflicto Miguel Iglesias reasumió la prefectura de Cajamarca (1872-1873) y contribuyó a consolidar el régimen del civil Manuel Pardo ante la rebelión de los hermanos Gutiérrez. Sin embargo, pronto conspiró contra aquel gobierno cuando secundó la fracasada rebelión de Nicolás de Piérola que, desde Chile, vino a bordo del Talismán, siendo vencido en Purhuay en octubre de 1874.
Miguel Iglesias y la Guerra con Chile
Miguel Iglesias retornó a la vida pública cuando estalló la guerra con Chile (1879) y organizó un batallón de 3 mil soldados para defender Lima. Respaldó el golpe de Nicolás de Piérola contra el vicepresidente Luis la Puerta y asumió el ministerio de Guerra y Marina de la nueva dictadura. Organizó la defensa de Lima y participó en la batalla de San Juan de Miraflores siendo capturado por el chileno Patricio Lynch en el Morro Solar (enero de 1881). Liberado, y cuando la capital fue ocupada por el enemigo, se retiró a su hacienda de Montán y organizó la resistencia en Cajamarca. Mientras Andrés A. Cáceres luchaba en la sierra central, Miguel Iglesias se acantonó en Chota y desde allí salió a combatir al chileno Luis Saldes a quien venció en San Pablo (13 de julio de 1882). Enterado de la derrota de Cáceres en Huamachuco y, al comprobar que la victoria final contra los chilenos era imposible, el 31 de agosto de 1882 dirigió al país una proclama conocida como el “Manifiesto de Montán”, en donde planteaba la firma de la paz incondicional con Chile, como única salida a la ocupación del territorio. A pesar del rechazo generalizado a dicha propuesta, convocó a una asamblea legislativa que se reunió en Cajamarca, lo nombró presidente regenerador el 25 de diciembre del mismo año y lo facultó a firmar la paz con Chile. Opositores a este intento fueron Andrés A. Cáceres, Lizardo Montero y algún sector limeño que apoyó el gobierno cautivo de Francisco García-Calderón. El tratado de Ancón, que puso fin a la guerra, se firmó el 20 de octubre de 1883. Cuando los chilenos se marcharon del país, Miguel Iglesias permaneció en la presidencia de la República, mientras Cáceres seguía en las serranías tratando de derribar al régimen; pronto se inició una cruenta guerra civil que derrocaría al régimen de Miguel Iglesias (1886). Es importante destacar que durante su accidentado gobierno el tradicionista Ricardo Palma inició la reconstrucción de la Biblioteca Nacional, Pedro Pablo Atusparia se rebeló en el callejón de Huaylas (Ancash) y la luz eléctrica llegó al país. La actitud de Miguel Iglesias generó vivas polémicas pues mientras unos lo acusaban de haber negociado la paz con Chile entregando territorios peruanos, otros respetaban su actuación al sacrificar su figura política; unos versos de Pedro Antonio Varela que alcanzaron gran difusión revelan el ánimo de esa época:
Dos por uno dos,
la situación es atroz.
Tres por uno tres,
pronto vendrá don Andrés.
Cuatro por uno cuatro,
yo a monseñor idolatro.
Cinco por uno cinco,
el gobierno dará un brinco.
Seis por uno seis,
aguarda y lo vereis.
Siete por uno siete,
Miguelito ¡vete!, ¡vete!
Ocho por uno ocho
Tovar se comió un bizcocho.
Nueve por uno nueve,
en la sierra truena y llueve.
Diez por uno diez,
ay Jesús ¡qué candidez!.
Miguel Iglesias retornó a la vida política al ser elegido senador por Cajamarca durante el régimen de Nicolás de Piérola (1895-1899). De él ha dicho Jorge Basadre: “No fue el de Iglesias, como el de tantos, un caso de loca ambición, de frívola vanidad o de iluso entusiasmo. Fue un símbolo de dolorida resignación, de acatamiento severo a la fatalidad. Casi aislado en el palacio de gobierno, esquivo, austero, no tuvo dinero ni fervor para atraer a los adversarios o para contentar a los amigos. Tampoco pudo esperar la gratitud popular, porque ella no rodea jamás a quienes se declaran vencidos. El poder que a otros da voluptuosidad, le hizo saborear todas las amarguras. Y al fin cayó, pero con silenciosa dignidad, joven todavía, para no reaparecer más en la escena política, para no mendigar una limosna de comprensión a sus conciudadanos, a solas con el fallo de la propia conciencia”.