El Santo Oficio de la Inquisición se instaló en el Perú en 1570 con el objetivo de impedir las desviaciones de la fe. La ortodoxia religiosa era indispensable para mantener la unidad política de la Corona española.
Por ello, la inquisición combatía especialmente a los judíos convertidos a la fe católica que mantuvieron en secreto sus antiguas creencias y posteriormente la persecución se centro de los reformistas; es decir los calvinistas, luteranos y anglicanos, ya que se quería evitar su influencia entre la población indígena.
La Inquisición española pasó a ser una institución bajo la tutela de la Corona española. El rey nombraba al inquisidor general, cabeza de la Inquisición, y la sede principal de esta institución estaba en Madrid.
El fin de la Inquisición empezó en 1812, cuando las Cortes de Cádiz discutieron su validez. En 1820 fue definitivamente abolida.
La Inquisición y el virrey Toledo
El desorden político, económico y social del virreinato peruano requería profundas reformas. Por ello, en 1568, Felipe II decidió enviar a Francisco de Toledo.
Toledo y la Inquisición debían robustecer la autoridad del Estado. El nuevo virrey se sirvió del Santo Oficio para perseguir y escarmentar a los dominicos que simpatizaban con las ideas de Bartolomé de las Casas, pues estos, criticaban duramente los abusos que se cometían a los indígenas con el fin de beneficiar la economía de la Corona española.
Extirpación de idolatrias
La erradicación de las religiones autóctonas, práctica conocida entonces como extirpación de idolatrías, era una tarea en la que debían participar tanto autoridades eclesiásticas como civiles con el fin de dejar el terreno fértil para la evangelización de los indígenas. La extirpación duro poco más de un siglo, desde 1532 hasta 1660, y se dio en tres diferentes etapas.
Primera etapa
Entre 1532 y 1551 la atención de los españoles no estuvo centrada en la destrucción de los ídolos y huacas para erradicar la religión autóctona, sino con el fin de encontrar tesoros ocultos. La tarea evangelizadora del clero fue muy difícil en estos años por las constantes guerras civiles entre españoles. En 1551, cuando la situación social empezó a estabilizarse en el virreinato del Perú, la Iglesia se reunió en el primer concilio limeño y se adoptaron acuerdos para luchar contra la idolatría.
Segunda etapa
En esta etapa, que va desde 1551 hasta 1570, resaltó la figura del licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien, debido a sus estudios y escritos de la religión andina, se convirtió en uno de los teóricos más importantes de la extirpación. De acuerdo con el segundo concilio limeño (1567), la responsabilidad de la continuidad de las idolatrías no recayó tanto en los indígenas infieles sino en aquellos que habían sido bautizados pero mal instruidos en su nueva fe.
Tercera etapa
Entre 1570 y 1600 los jesuitas lideraron las campañas de extirpación. En esta etapa adoptaron las medidas del tercer concilio que, entre otras cosas, propició la publicación de importantes textos para la evangelización indígena.
Los métodos
A partir del siglo XVII los encargados de la extirpación tuvieron que poner en práctica distintos métodos para lograr sus objetivos. La persuasión a través de la prédica tuvo que ir acompañada de la técnica menos amables. Se aplicaron entonces procedimientos represivos como las penas y los castigos a los idólatras y hechiceros, así como las visitas y los procesos de idolatrías. También hubo métodos preventivos como las reducciones o pueblos indígenas y los colegios de caciques.
Pervivencia de las idolatrías
El despliegue de fuerza de los extirpadores no logró resultados del todo positivos. Si bien actualmente hay distintas interpretaciones sobre el significado de continuidad de las creencias religiosas indígenas, en general se considera que la idolatría fue para los indígenas un modo de resistir el dominio colonial y establecer vínculos de solidaridad con su comunidad en las adversas circunstancias que les toco vivir. También se ha señalado la responsabilidad de los curas doctrineros, pues muchos nunca aprendieron las lenguas nativas, haciendo imposible una adecuada evangelización. Por otro lado, no pocos se sirvieron de su cargo para sacar provecho económico utilizando a sus evangelizados como mano de obra. Es importante tomar en cuenta que el número de misioneros que llegó al Perú nunca fue suficiente para evangelizar a la población. La extirpación no tardó en perder fuerza inquisitorial, ya que una severa persecución y castigo a los líderes indígenas, sospechosos de mantener prácticas idolátricas, era perjudicial para la misma Corona.
Sin la ayuda de los curacas, mediadores entre las comunidades indígenas y las autoridades españolas, la Corona española no hubiese podido obtener los beneficios deseados de sus nuevos súbditos.
Consecuencias de la extirpación
Aunque la extirpación estaba dirigida al pueblo indígena, sus efectos repercutieron en toda la sociedad colonial. Los indígenas fueron desarraigados de sus lugares de origen, ya fuera por las reducciones o las persecuciones de curas o doctrineros que buscaban hechiceros e idólatras. Sus bienes pasaron a manos extrañas y sus tradiciones culturales fueron alteradas con la imposición de creencias occidentales. La continuidad de las idolatrías afectó a la sociedad española, pues obstaculizó el proceso de dominación de la sociedad indígena.